Comienza a dar calor el fogón (vitro). Su intenso rojo, evocador de las brasas de antaño, me inspira un nuevo comienzo. Algo nuevo va a surgir de la nada. Cojo aire, me concentro en las líneas escritas sobre el papel reciclado, plasmadas en el bajo el guión de Elena. Y mis manos empiezan a moverse como si expertas ya fueran…
Tengo un cazo preparado con medio litro de leche, el cual, suavemente para que no se derrame, empieza a sentir el calor bajo el negro manto incrustado en el mármol. A su vez, ya se están derritiendo 25 gramos (apróximadamente) de mantequilla, los cuales emparejo con 2 cucharadas de harina y remuevo intensamente con mi cuchara de madera hasta que fundidos en uno ya están. El blanquecino color del conjunto me indica que es la hora. Hora de verter sobre el la leche calentada y formar el trio de ases que darán lugar a lo que conocemos con el nombre de “bechamel”. Poco a poco cae el líquido blanco como un aire fresco sobre la pasta creada para volverla fina y deliciosa, sin dejar de remover con la vieja cuchara un instante (muy importante).
En esta ardua lucha que comienza entre lo que va a ser labechamely yo, me doy cuenta que aún no estoy preparada para vencer a los elementos (quiero decir, que surgen grumos indomables). Pero, rápidamente, me acuerdo de Marisa, quien aparece en mi cabeza para ayudarme en esta empresa y escucho su consejo: “si ves que se te resiste, saca la batidora y dale fuertemente con ella”. Sin perder un minuto extiendo el brazo derecho hacia las alturas de mis armarios, mientras que mi brazo izquierdo sigue en la pelea de remover lo irremovible. Alcanzo mi super Braun (gracias a Dios que se me ocurrió guardarla tan cerca de la vitro), la enchufo como puedo y le doy con ella hasta que oigo a los arcángeles cantar himnos triunfales (es decir, que los grumos se fueron al carajo). Más fina imposible. Aparté a Braun hacia el fregadero y como si aquello nunca hubiera ocurrido, proseguí cociendo la bechamel durante unos 20 minutos más sin dejar a mi cuchara de madera ni un minuto de lado por si volvían a aparecer mis enemigos en esta batalla (los grumos). No me quedó ni muy espesa, ni muy líquida.
Haciendo caso de otra gran idea, tenía cocida pasta de colores, a la cual premié con una lata de bonito y unos champiñones fritos con un poquito de ajo y perejil. Derramé la, fina y sin grumos, bechamel sobre el concierto de colores que tenía separado en una fuente de cristal para horno. Puse en su superficie queso (de sandwich) tapando todo el popurrí de alimentos y lo metí al horno agratinara 180º. Lo dejé, no sé (no miré la hora), como unos 15 minutos o 20, hasta que el queso se doró y se puso con un aspecto crujiente e invitadora echarle un mordisco.
Cómo cenamos hoy!!!! Os aconsejo invertir unos momentos de vuestro tiempo en crear este inexplicable manjar de sabores varios.
Y os aconsejo también tener el salero a mano, si no queréis, como yo, tener que espolvorear la sal por el plato después de haber probado el primer bocado. Si no se me olvida echarle sal, como ya dije en otras ocasiones, no soy yo!!!
Foto por BocaDorada de Flickr.com
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